A fuerza de escuchar la pregunta ya clásica del fin de programa de Luis
Novaresio: “nos morimos, ¿y qué pasa?”, he reflexionado mucho sobre el tema, a
pesar de que lo tenía, para mí, resuelto en el marco de mis creencias. Escuchando
tantas respuestas, muchas veces inesperadas, se me ocurrió algo que quiero compartir,
y lo hago por esta vía, porque, obviamente, nunca me va a invitar Novaresio a
su programa y, sin embargo, me nacieron las ganas de contestarle. Además, es
una respuesta que nunca escuché; en general, en todas las respuestas, se
mantiene el dualismo: sí o no; la vida sigue, o sobreviene la nada. Mi
desarrollo no puede ser más que embrionario, preliminar, en aras de la
necesaria brevedad de este medio.
Todos los filósofos, teólogos, científicos y pensadores del mundo se
abocaron a esta cuestión, con distintas respuestas, que van desde la afirmación
indubitable a la negación, también indubitable, pasando por mil posiciones
intermedias, entre ellas, la duda.
¿Hay en el ser humano una vocación de trascendencia? O, expresado de otra
manera: ¿el hombre es inmortal?
Mi planteo consiste más en una nueva pregunta que en una aseveración, y
tiene basamento en dos cuestiones esenciales: el autoconocimiento y la
autopercepción por un lado, y la libertad por el otro.
Comenzando por la primera, partamos de considerar que el hombre tiene una
psique capaz de bucear en profundidades insospechadas, de vincularse con su
propia esencia, su núcleo, y también con la de otros seres, participando de lo
que llamamos mente universal o inconsciente colectivo, y que la intuición es
una herramienta demostradamente superior en muchos aspectos a la razón misma, señalando
los caminos correctos con una asertividad a menudo superior a la lógica
racional.
Por otra parte, la historia viene demostrando que difícilmente el hombre
pueda pensar algo que no existe. Las cosas que parecían fantasías absolutas y
que fueron imaginadas por hombres y mujeres clarividentes a través de la
historia, siempre terminaron volviéndose realidad en algún momento, indicando
que el hombre no piensa nada que no forme parte del universo de la realidad, a
pesar de los desfasajes de tiempo y espacio, así como de las diferencias de
matices entre lo pensado, lo intuido, y lo posteriormente develado.
Entonces, frente a la pregunta de si el ser humano tiene vocación de
eternidad o no (la famosa pregunta ¿y después, qué?), vinculando el poder de la
psique, la intuición y la autopercepción, surge la pregunta: ¿puede ser que
algunos trasciendan y otros no? - ¿Es posible que quien se autopercibe
trascendente es porque logrará efectivamente esa trascendencia en la
inmortalidad, y quien no, es porque, efectivamente, volverá a la nada? Lo que
no sería, en rigor, volver a la nada, porque eso iría contra todas las leyes
físicas y naturales universalmente conocidas (“nada se pierde; todo se
transforma”), pero sería un refundirse en una especie de magma cósmico psico-físico-espiritual
(energético, en esencia) anónimo, que serviría de abono o materia prima de las
futuras vidas, en vez de continuar con su vida en forma diferenciada,
individual y personal, aunque en otra dimensión. Si en verdad somos capaces de
una percepción profunda de lo que somos, nuestra circunstancia no puede ser muy
distinta ni ajena a nuestro destino.
Algunos alegarán que lo sugerido no es posible; que la respuesta debe ser necesariamente
universal, por sí o por no. Sin embargo, me permito dudar de ello. La evolución
individual es absolutamente personal. La vocación seguramente está en todos,
pero algunos la realizan y otros no, como en tantos campos de la vida. Potencia
y acto.
Y lo de la vocación me lleva a la segunda cuestión esencial: la libertad.
Los seres humanos tenemos dos dones supremos, recibidos del Creador para
los creyentes, y de la naturaleza u otras eventualidades para los demás: la
vida y la libertad. La vocación es un llamado, pero, en el marco de nuestra
libertad, podemos atenderlo o no. Y esa misma vocación de trascendencia e
inmortalidad también puede, en ese mismo marco, ser atendida o no. ¿Será entonces
que aquellos que se autoperciben como mortales con destino a la nada es porque
en el fondo han decidido, de alguna manera y por algún motivo personal e
inalienable, elegir ese camino?
Todo lo expuesto me hace pensar que, en rigor, estamos eligiendo hasta más
allá de nuestra misma vida física actual. Y que la verdadera respuesta a la
pregunta “¿y qué pasa?” posiblemente sea “lo que hayamos decidido”.