Desde el fallecimiento del papa Francisco, los medios de comunicación se afanan por llenarnos de noticias referidas a Bergoglio como persona y como autoridad de la Iglesia, al papado como tal, al mundo cardenalicio y, creen ellos, a la religión Católica en sí.
No hace falta tener formación religiosa, teológica o
doctrinaria; basta simplemente con ser un feligrés promedio, para observar con algo de decepción que los
periodistas se reducen, salvo contadas excepciones, a simples opinadores con
teclado, micrófono o pantalla. Analfabetos locuaces, como los definiera hace poco el
Dr. Alberto Buela en un encuentro sobre filosofía en Llavallol.
Las más de las veces parecen ignorar la naturaleza y
esencia de la Iglesia, así como el sentido y misión del papado. Según el caso, lo
confunden con un club, con una ONG, con una organización política o con un
movimiento solidario. Hablan y pontifican
(valga la casual coincidencia) simplemente porque son periodistas y esta es la
noticia del momento. Hasta los buenos periodistas, serios y calificados en
otras disciplinas, han caído en esta tentación de opinar sobre un tema que
desconocen, presumo que porque el rating exige que se hable de eso (la competencia lo está
haciendo).
Precisamente porque ignoran lo nuclear, todo lo que hablan
(informan y opinan) se refiere a cuestiones tangenciales, exhibiendo un
importante desconocimiento sobre la naturaleza misma del papado, una función en
esencia religiosa, que tiene como misión el cuidado de lo sagrado. La
misión del Papa no es hacer política, aunque la hace porque vive inmerso en un
mundo político; ni hacer trabajo social, aunque lo hace porque tiene que ver
con la caridad, que está en la base misma del cristianismo. O sea, se habla sin
cesar de lo colateral, lo accidental.
Basten un par de ejemplos. Escuché a un veterano y
prestigioso periodista, haciéndose eco de una entrevista con un cardenal
alemán, de apellido Müller, catalogado como conservador. Entre otras cosas –
por seleccionar un solo tópico de dicha entrevista- el periodista interpretó
que el cardenal dijo, sintetizando, que está mal ver la misa por TV, lo que,
leyendo el texto del reportaje, resulta totalmente erróneo; no dijo eso. Dijo
que no le parece bien que, en lugar de participar de la celebración de la misa
en la propia parroquia, se la mire por TV. Entiendo que lo dicho por el
cardenal se asimila al caso en que, por ejemplo, un padre invita a sus hijos a
comer a su casa el domingo y ellos, en vez de eso, prefieren estar presentes
por videoconferencia. Para los católicos, la misa dominical es el encuentro de
la familia en la casa del Padre, representada por la capilla o santuario
parroquial; entonces se desvirtúa el banquete y el encuentro de la familia.
Sólo eso quiso decir el cardenal, pero quien no conoce el sentido ritual y la
esencia de la vida comunitaria de la Iglesia, no puede comprender esas
sutilezas.
Otro caso es el de los periodistas que en el debate hablan en términos yo diría futbolísticos: “y si ganara…” cuando aquí no se trata de ganar, como en una contienda deportiva. Más apropiado sería decir, por ejemplo "si fuera electo...". Puede parecer poco importante, sin embargo, las palabras tienen su peso y suelen exteriorizar lo que está pensando el emisor del mensaje.
En cuanto a los cardenales, podrá haber alguna excepción -enfermos
hay en todos lados- pero, en general, lo que hacen es evaluar el
estado de la Iglesia y del momento histórico y definir cuáles serían los caminos a seguir; en qué poner
el acento. Y, a partir de lo anterior, ver quién responde mejor al perfil
necesario.
También hablan de las grandes reformas de Francisco. Es
cierto que Francisco imprimió un estilo muy particular, muy propio, pero no fue
para adelante ni mucho menos; antes bien, su gran “revolución” fue acentuar lo profundo, volver al espíritu fundacional de la Iglesia; a la práctica de lo resuelto en el Concilio
Vaticano II y, aún mucho más atrás, a la prédica de Jesús. No agregó ni un
elemento que no estuviera ya en la esencia misma de la Iglesia, sólo le
imprimió otro estilo y otro carisma.
Volviendo al tratamiento del tema, se pone
en evidencia una vez más que, al ignorar la esencia, lo medular, se termina otorgando
importancia central y desproporcionada a lo que no la tiene. No en
vano reza el dicho que “cuando se banaliza lo sagrado se termina sacralizando
lo banal”.
Todo esto, abonado a su vez por lo que yo llamo el “síndrome
del Código Da Vinci”. Esa novela, y su posterior versión cinematográfica, no
sólo fueron éxitos de ventas y de taquilla, sino que lograron que mucha gente
confundiera la ficción con la realidad. Se creó así un mito de que hay algo no
sólo misterioso, sino también oscuro y peligroso detrás del poder de la
Iglesia. Manejos más que cuestionables y un maquiavelismo desatado en la lucha
por ese poder, hasta llegar al “morir o matar”. Se decepcionarían grandemente
si conocieran la verdad de las cosas. No hay tal poder detrás de la Iglesia, y
tampoco tanta conspiración. El cónclave es, entonces, más una búsqueda de
consensos en el disenso que una lucha a todo o nada.
Los cardenales tratan de encontrar al guía que lleve adelante
de la mejor manera esa gran nave que es la Iglesia. Lo hacen con sus propias
convicciones sobre el estilo y sobre la capacidad de los candidatos, pero muy
lejos de toda esa novela de intrigas y violencia a punto de estallar que
alimentan la fantasía popular y al periodismo diletante.
Todo esto, sin mencionar la asistencia e inspiración del
Espíritu Santo, que es más que evidente si analizamos los últimos papados, por
ejemplo a partir de Juan XXIII. Es notorio cómo cada papa vino con el carisma
necesario, según eran las necesidades o crisis de cada momento, respondiendo a los "signos de los tiempos". Pero eso sería
para desarrollar más ampliamente en otra ocasión.